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Home Cultura Lito/eral MÍMESIS/Umberto Eco (1932-2016)

MÍMESIS/Umberto Eco (1932-2016)

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 Claridad discursiva y diversión por el conocimiento       

Pablo del Ángel Vidal      
Las esquelas culturales han estado a la orden del día en el mundo, luego de la muerte del italiano Umberto Eco, el pasado viernes 19 de febrero. Filósofo, semiólogo, novelista, ensayista y maestro incansable, este erudito de saber medieval/renacentista construyó con 46 libros la trayectoria intelectual más diversa y profunda de la época moderna. Dan ganas de llevar la contraria a dichas esquelas:
“Un intelectual único, que anticipaba el futuro”, expresó el vocero del gobierno italiano. Eco no anticipaba el futuro: leía el futuro a través del pasado. No hizo ciencia ficción: ejercía con sus infinitas lecturas una implacable prospectiva cultural. “Somos enanos en hombros de gigantes”, era su dicho medieval favorito. Tiene sentido: los autores modernos saben menos pero abarcan más, porque absorben a sus antecesores. Quien llega después tiene la ventaja de subirse en quienes llegaron antes. Borges lo sabía. Por eso sus extraordinarias ficciones afinan las imaginaciones de otros. Alguna vez Eco llamó a Borges “archivero delirante”. Elogio preciso de un monje lector para el ciego minotauro de la literatura fantástica.              
Otra esquela: “Un intelectual abierto e integrado”. Se acepta la apertura, no la integración. Eco trabajaba sus ideas combinando campos culturales que antes de él contenían muros, como la diferencia exquisita entre alta cultura y cultura de masas. Superman y Elvis, de la mano de Aristóteles y Kant. Eso fue una revolución del pensamiento en el momento idóneo, años 60s del siglo XX, cuando la circulación de libros de bolsillo, televisión, radio, cine y cómics niveló el piso cultural en occidente. Adiós a los elitismos y a los mandarinatos culturales, con mezclas insólitas de arte y narrativa de consumo. Mafalda y Snoopy en picnic con Shakespeare y Dostoievski. Sin Eco y otros precursores de la mirada masiva (Edgar Morin, Roland Barthes, Gilles Deleuze; en México, Carlos Monsiváis), el mundo petrificado de la tradición hubiese devorado el mundo del entretenimiento. La solemnidad habría ahogado a Batman, Spider Man y Han Solo. Se evitó el eclipse por seriedad, aunque no se progresó todo lo que Eco hubiera querido en torno a los hábitos culturales de espectadores/lectores. Un combate que sigue librándose en la mente de cada individuo a la hora de interpretar un hecho social o una obra artística. 
Otra esquela: “Umberto Eco: constructor de lectores”. La curiosidad vagabunda de Eco sin duda es un acicate para sus lectores, pero él (al igual que Monsiváis en México) no suplantó las funciones de la Secretaría de Educación Pública. Eco no trató de construir lectores, sino de afinarlos. Le habla al lector que quiere ajustar su mirada cultural en el ritmo incesante de las comunicaciones de masas; al mismo tiempo, provoca al académico que, seguro de sus certezas de pizarrón, siente el piso firme debajo de sus pies. Eco plantea acertijos contra el conformismo. No construyó lectores. Nadie puede construir “el lector ideal, aquejado del insomnio ideal”, como soñó el irlandés James Joyce, otra de las principales referencias de Eco. Los lectores se rascan con sus propios ojos y encuentran sus propias obsesiones. Eco te facilita obsesiones, pero te deja en libertad de construir lo que te plazca, con una sola condición: la claridad discursiva.
Me detengo en la claridad discursiva: en un mundo cultural que tenía 200 años entronizando la oscuridad discursiva como señal inequívoca de éxito, la apuesta de Eco por la claridad fue el antídoto a cierta tendencia alemana y francesa de escribir para misteriosamente no ser comprendido y sin embargo ser profusamente citado. Eco devolvió claridad al circo teórico de las ideas. Por esa lección de estilo ha ejercido un magisterio analítico en  varias generaciones de universitarios hambrientos de ‘algo’ que fuese más allá del misterio intelectual, esa superioridad mal entendida porque no comunica nada. “Cuanto más nos mentimos a nosotros mismos, tanto más creemos en los misterios”. Escribió el novelista húngaro Stephen Vizinczey. Un epígrafe quirúrgico para la impostura que desmontó Eco por su forma de argumentar.
El otro gran legado del maestro italiano es la diversión por el conocimiento. No sólo el placer, sino la diversión. El placer es fascinante, pero implica cierta superioridad de origen (“sólo yo puedo disfrutarlo”) y tomarse demasiado en serio. La diversión implica di-vertir, desviarse del camino oficioso y trazar una sonrisa a la acción humana. Alguna vez Eco definió al diablo como “la fe sin sonrisa”, abarcando así los fundamentalismos de todos los tiempos. La diversión por el conocimiento significa que el sujeto humano encuentra en lo humano un ‘algo’ que no se encuentra en ninguna otra parte. El bípedo implume aristotélico es capaz de la risa que es indagación que es falibilidad que es comenzar de nuevo. La risa es terapéutica para cualquier marco teórico. O como lo dijo el francés René Girard: “Las metodologías dogmáticas nunca descubrirán nada nuevo”. La risa cobra rango epistemológico en el libro perdido sobre la Comedia que se atribuye a Aristóteles, justo el libro que hoja por hoja se engulle Jorge da Burgos en El nombre de la rosa (1980), metáfora de las tristezas del mundo científico por no saberlo todo. “¿Puede una fábula alterar el orden del universo?”, escribió Eco en Apocalípticos e Integrados (1965) y quizás porque la respuesta es “no”, la risa es razonable y terapéutica: nos evita contender con Dios. Eco lo supo y no le incomodó. Otros lo han sabido, pero incrementaron su orgullo y construyeron misterios a su alrededor. La apuesta de Lucifer se repite cada vez que olvidamos que el conocimiento implica diversión “porque no somos Dios y además de una herida, un vacío de origen, tenemos problemas de comunicación a superar”. 
Gracias por su claridad, maestro.              
 
 

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