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Home Cultura Lito/eral Las profundas raíces zapotecas; experiencia personal con la muerte

Las profundas raíces zapotecas; experiencia personal con la muerte

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 *Ante lo trágico, la fuerza de la acción comunitaria

*El ciclo infinito de la vida, una cultura por recuperar
 
Víctor M. Sámano Labastida
Martes, 31 de Enero de 2017 
 
LA VIDA nos da muerte, es el único destino seguro que tenemos. Al nacer iniciamos una travesía que nos llevará por inciertas rutas; comenzamos entonces la navegación hacia lo desconocido, pero a un puerto final. La muerte también nos da vida, porque en cada ausencia descubrimos la importancia de estar. Decía el poeta Kavafis: “Desea que sea largo el camino. Que sean muchas las mañanas estivales/ en que con qué alegría, con qué gozo/arribes a puertos nunca antes vistos…”
Hoy, si me lo permite, hablaré de una experiencia personal trágica que nos reconcilia con la profunda fortaleza de lo colectivo. El jueves 26 de enero falleció mi hermana Roselia Oralia; tenía 65 años, cumplidos el 13 de enero. Era profesora jubilada. Apenas hace dos años, precisamente un mes de enero, murió su esposo. Dejan cuatro hijos huérfanos: dos mujeres y dos varones, aunque ya adultos. La menor tiene 22 años.
Rosy, como la conocíamos, murió de lo que algunos llaman “síndrome de la madre”, esa abnegación de las mujeres que hace que se ocupen de sus hijos y se desatiendan ellas mismas. Nunca se quejó, pero el brutal zarpazo de la muerte crecía en su interior. No entraré en detalles pero su crisis fue rápida: ingresó al hospital el 20 de enero y falleció una semana después (el jueves 26 de enero), luego de tres días de lucidez que le permitió conversar con sus hijos y conmigo, lo que hizo pensar en una posible, ansiada recuperación.
Le decía que este suceso nos mostró a sus familiares más cercanos la fuerza de la colectividad, del espíritu comunitario.
 
UN LLANO EN LA MONTAÑA
 
POR DECISIÓN de sus hijos, aunque ella radicaba en la Ciudad de México fue velada en la Ciudad de Oaxaca –donde falleció- y sepultada en San Miguel Talea, donde vivimos de pequeños y al sitio que ella visitaba frecuentemente. Talea (Rha –le´a, en zapoteco, traducido libremente como “Llano en la montaña”) es una población enclavada en lo profundo de la Sierra Norte (Sierra Juárez o Sierra de Ixtlán), una zona conocida también como los Pueblos del Rincón. 
Desde que el féretro partió de la ciudad de Oaxaca se hizo sentir la solidaridad de los taleanos, fruto de sus raíces indígenas. Organizaron el traslado de las personas que pidieron acudir a la ceremonia; nos acompañaron en el camino. Una ruta que ahora se cubre en cuatro horas pero que antes hacían los carteros en tres días a pie y que todavía hace unos veinte años se recorría 12 horas en autobús. 
Una comitiva se adelantó para avisar al pueblo y organizar las comisiones. A la entrada de Talea un vecino estaba atento para informar de la llegada del féretro y en el momento en que el cadáver entraba a la casa comenzaron a  repicar las campanas (doblar de duelo). Existe una modalidad de tañido para los niños fallecidos y otra para los adultos. 
Hubo comisiones para todo. Comenzando por quien llevaría el registro de cada una de las aportaciones (maíz, frijol, café, panela, leña, etcétera) que se utilizaría en el velorio y en los nueve días de la oración. 
Cuando arribamos al pueblo todo estaba ya en manos de la comunidad, organizada en comisiones. Una para el panteón que se encargó de cavar la fosa y atender el entierro; otra para la cocina: elaborar las tortillas, preparar las viandas, las bebidas; una más para servir la comida, la cena, el almuerzo. Una persona supervisa cuánto se le sirve a cada asistente sin distinción, para asegurarse que sea equitativo. Sólo se hace la diferencia entre niños y adultos. 
Importante es quien recibe a los asistentes y los pasa para ser atendidos.
También encargados de las sillas, mesas, de la colocación de lonas, del sacrificio de los animales (pollos), el reparto del mezcal para los adultos. No podían faltar los rezanderos y rezanderas, la banda de música que asiste el velorio y que al día siguiente encabeza el cortejo fúnebre desde la casa a la Iglesia y de allí al cementerio. Un trayecto que se recorre a pie por las principales calles del pueblo. Mi hermana pidió que cuando falleciera no tocaran marchas fúnebres y la música de aliento (instrumentos de viento) fue serena, en ocasiones alegre.
UN CICLO INFINITO
 “ES UN VALOR muy positivo el respeto que en Talea se tiene hacia los difuntos y podemos decir que existe muy desarrollada la cultura de la muerte”, escribió Don Raúl Peña García (qepd), autor de un libro sobre el pueblo. “No hay fatalismo o desesperación en los familiares de la persona fallecida y sin duda esta actitud de entereza lo fomenta la solidaridad de los vecinos en el momento del duelo”, agregó. 
Precisamente en estos días volví sobre lo escrito por Octavio Paz y me detuve en sus reflexiones sobre nuestro pueblo y la muerte. “Para los antiguos mexicanos la oposición entre muerte y vida no era tan absoluta como para nosotros. La vida se prolongaba en la muerte. Y a la inversa. La muerte no era el fin natural de la vida, sino fase de un ciclo infinito. Vida, muerte y resurrección eran estadios de un proceso cósmico, que se repetía insaciable. La vida no tenía función más alta que desembocar en la muerte, su contrario y complemento…” (El laberinto de la soledad, FCE, México).
De acuerdo a la tradición zapoteca a quien fallece no se le olvida hasta la tercera generación. Quien se responsabiliza de los funerales debe estar pendiente del tendido y levantado de la cruz que se coloca donde estuvo el féretro. Debe cuidar que se realice el novenario y que durante los primeros 40 días no se apaguen las veladoras.
La ceremonia de los funerales –en una cultura entreverada con el cristianismo-, es para fortalecer los lazos familiares con quienes partieron y de solidaridad con los vecinos. La muerte de un ser querido es, como le decía, una experiencia personal trágica pero también un reencuentro comunitario.
AL MARGEN
HAY TANTOS por nombrar que no quisiera correr el riesgo de que las prisas me hicieron cometer un error. Expreso mi eterna gratitud a los familiares, amigos, conocidos y aún desconocidos que nos recordaron que el alma de nuestros pueblos está en ese auténtico sentido de solidaridad. Puedo decir que mi hermana Rosy, al igual que mi madre Carmen, sembraron en tierra fértil afectos y cariño. Gracias a todos y por todo. Rosy descansará en paz y con la alegría de sus corazones. Por su hijos, sobrinos, primos y más, por quienes la quisimos y la seguiremos queriendo: muchas gracias. ( Esta dirección electrónica esta protegida contra spam bots. Necesita activar JavaScript para visualizarla )
 
 

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