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Encontró virus tierra fértil

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 Cuando la muerte se ha convertido en experiencia cotidiana, es tiempo de voltear y observar los cuerpos vivos que enfermos deambulan. 

 
Erasmo Marín Villegas*
 
En terapia intensiva las posibilidades de sobrevivir se reducen al mínimo. Postrado en una cama el cerebro interconecta sus células para curar el cuerpo humano; recurre a lo oración, a la confianza en la Medicina, y saca fuerzas de los recuerdos más preciados con los seres queridos. Esta separación entre el cuerpo enfermo y la mente vivaz representa quizá el inicio de una nueva revolución de la humanidad, tan trascendente como cuando el Homo Sapiens decidió romper el cordón umbilical con la naturaleza. 
El historiador Yaval Noah Harari, en su libro “Sapiens. Una breve historia de la humanidad”, ubica la separación hombre/naturaleza durante la revolución agrícola, donde la especie humana dejó de ser nómada para establecerse en zonas rurales, produciendo sus propios alimentos y viviendo en comunidad; ahí inicia -según el autor- el desprendimiento de la naturaleza.
 
A diferencia de otras especies, los Homo Sapiens tuvieron la ventaja de vivir en comunidad; un lenguaje convencional propio de cada comuna; dominio del fuego (sabían en qué momento encender la fogata y extinguirla) y crearon sus propios dioses (una forma de defensa contra el miedo y la zozobra), pero su diferencia esencial fue el desarrollo del proceso cognitivo.
 
De acuerdo con la línea de tiempo, como especie dominante se apropió de manera acelerada de los recursos naturales; exterminó o domesticó a las otras especies con las que compartía el espacio terrenal, e incluso, de manera paralela, propició peleas, conflictos y guerras entre su mismo género para apropiarse de territorios. 
 
En una perspectiva histórica se podría establecer que desde la época medieval, cuando ya se tenía pleno dominio de la riqueza natural, el valor más preciado era conquistar la voluntad humana, indicarle qué era lo “mejor para su vida”. 
 
El fenómeno de la sumisión del individuo al poder no pasó desapercibido para filósofos, literatos y científicos sociales, que denunciaron en su momento la intención de crear hombres unidimensionales. 
 
Herbert Marcuse, como integrante de la Escuela de Frankfurt -que desarrolló una crítica social al capitalismo y a los regímenes fascistas- advirtió que detrás de la industria, la tecnología, el progreso y el desarrollo social se ocultaba la intención de crear al hombre unidimensional, dispuesto anular su capacidad de libre pensador, aceptar de manera acrítica el sistema político y centrar su atención en adquirir bienes de consumo que se promocionan a través de los medios de comunicación. 
 
En 1964, el filósofo definió al hombre unidimensional. “Los controles sociales crean la necesidad irresistible de producir y consumir lo superfluo; el deseo de un trabajo monótono e irrelevante; la necesidad de formas de ocio que seducen y prolongan este empobrecimiento mental; la de mantener libertades decepcionantes, tales como la libertad de una prensa que se autocensura; la libertad de escoger entre marcas y objetivos kitsch... El hecho de poder elegir libremente amos no elimina ni amos ni a los esclavos. Escoger libremente entre una gran variedad de productos mercantiles y de servicios no es libre cuando para obtener eso los controles sociales subyugan toda una vida de labor y angustia, y para eso uno debe alienarse. Si el individuo perpetra espontáneamente necesidades impuestas, eso no quiere decir que se es autónomo, tan sólo indica que los controles sociales son eficaces”.
 
Dejando para otra ocasión el análisis de los daños colaterales que generó el control social en el ámbito económico y político, es preciso centrar la discusión en el consumo alimenticio. 
 
Alentada por una agresiva campaña publicitaria, el ciclo natural del metabolismo de ingesta, digestión y excreción se convulsionó en el momento que comenzamos a pelear nuestro lugar en los establecimientos de comida rápida y decidimos surtir nuestra despensa con productos ricos en sales, azúcares y conservadores.
 
Lo cierto es que el pelotón de consumo de productos chatarra y entretenimiento comercial hoy en día registra ejércitos de hombres y mujeres caídos en el cumplimiento del deber de consumidores compulsivos. Esta tendencia patológica tiene a familias completas arriesgando su vida por mantenerse en la línea de consumo. 
 
La Encuesta Nacional de Salud y Nutrición elaborada por el INEGI en el 2018 revela cómo una alimentación inadecuada nos puede arrastrar a una pandemia alimenticia en México: los hipertensos suman 15 millones; los diabéticos 8.6 millones, y con sobrepeso y obesidad más del 75 % de la población nacional. 
 
Sin recurrir al pasado, en la actualidad una diferencia importante entre los continentes es la fortaleza de sus habitantes, mientras en Europa las personas fallecidas a consecuencia del Covid-19 son en su mayoría ancianos que por la propia edad no resistieron el contagio, en América se suman a esta población de riesgo personas diabéticas, hipertensas y con sobrepeso.
 
La pandemia prendió la alerta máxima; de poco sirven las experiencias históricas y las teorías críticas si una autoflagelación puede llevar a la disminución drástica de la población mundial. 
 
Da la impresión de que el cerebro, en su afán de sentirse bien, se autoengaña con la idea de que puede vivir sin cargar un cuerpo enfermo, pero basta recordar que la separación hombre/naturaleza está llevando a la destrucción paulatina del globo terráqueo.
 
En la sala de terapia intensiva igual está la salvación. Desde ahí se puede iniciar una revolución que desate las ataduras que persisten en el neoliberalismo de reproducir individuos enfermos, pasivos y concentrados en el consumo.
 
En la lucha por sobrevivir se requiere una alimentación sana, que nutra al cuerpo y al alma. Ese sería un buen principio para lo que está por venir.
 
 

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