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CIUDAD Y POESÍA: JOSÉ LUIS LEZAMA

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(Tomado de Reforma con permiso del autor)

En su artículo La Ciudad y la Arquitectónica del Mundo, Karel Kosik brinda una explicación convincente de las causas que, a su entender, originan la decadencia de la ciudad moderna. Las memorias de la esposa del poeta Osip Mandelstam lo hacen reflexionar sobre la relación entre ciudad y poesía, sobre todo el episodio del destierro de la ciudad y muerte del poeta por órdenes del tirano, quien aparece exhibido en su grandiosa soberbia, brutalidad y grotesca apariencia, en el llamado Epigrama contra Stalin: “Cada ejecución para él es un deleite”, concluye el poema de Mandelstam.

Expulsar lo poético da a entender Kosik, es expulsar la belleza, la intimidad, la capacidad de la ciudad para hacer sociedad y para trascender la vida como simple acto de reproducción biológica, el reino de la necesidad, la opresión y aspirar a otros goces, al reino de la libertad. Al expulsar la poesía se proscribe el acto liberador de la creación. La ciudad que Kosik interpela es aquella que ha perdido su capacidad generadora de comunidad, de confianza, la que se rige por la prisa, por una simple circulación de cosas, información, productos que aparecen y desaparecen, que nacen obsoletos.
Lo que se impone es un modelo de ciudad monumental y uniformizante, una ciudad prescindible, la no ciudad, el no lugar, ciudad ganada por la cultura de masas de la globalidad, la que crea a esos jóvenes que, en la obra de Guillermo Fadanelli, van al café no para encontrarse con los amigos o intercambiar afectos, sentimientos, palabras, sino a ver la televisión. Es el advenimiento de una ciudad chatarra, de productos chatarra, de comunicación chatarra; la que, para este representante del llamado dirty realism, no provee de ese entramado ético que brinda cohesión a sus ciudadanos, que cancela la calle y el espacio público y lo entrega a los poderosos o a los criminales, que deja de funcionar como la ciudad que Marc Augé encuentra rica en relaciones, sentido histórico e intimidad (The decadent city, Jamie Diane,  Fudacz, 2012).
El orden imperante es el de lo efímero, la uniformidad de la mercancía, relaciones que, en México a decir de los clásicos y de Fadanelli, devienen frialdad, despersonalización e hipocresía. Los habitantes de la ciudad de México aparecen así expropiados de sus espacios públicos, de su libertad, de la más elemental provisión de seguridad: “En las calles los peatones caminan temerosos, desconfiados, tienen miedo, saben que no existe nadie capaz de protegerlos, y que la calle ya nos es lugar seguro” (La Jornada, 29/VI/1997).
La crisis en la que vive la sociedad y las ciudades mexicanas tiene más de un efecto perverso. Uno de ellos es la cancelación de toda aspiración y de toda esperanza, de todo deseo de calidad de vida, de cualquier aspiración estética, del sentimiento de ultraje y protesta. Dos ejemplos bastan para dar cuenta de la instauración de la precariedad como forma de vida en la ciudad de México. El primero salta a la vista durante el descenso al Valle, bajo la luz poniente que se esparce en las montañas y se asienta en las barrancas y colinas de Santa Fe, al arribar de Toluca. Allí la carencia de un concepto de ciudad emerge en toda su magnitud: aparece ante los ojos la idea de una ciudad producto de una arquitectura y urbanismo de favela, no es simplemente un urbanismo que se somete a la dictadura del paisaje, sino uno ciego, sin rumbo, sin propósito, sin plan, guiado sólo por el capricho del mercado, de la bolsa de valores, del ingeniero a destajo. Santa Fe emerge como una urbanización que se deja llevar por el mandato y la disposición de la favela, y que sólo se distingue de ella por su gran capacidad para movilizar dinero, mal gusto y un refinado desorden.
La segunda imagen de esta no ciudad y de su cancelación poética, la brinda las obras viales emprendidas en la última década, los segundos pisos y las “autopistas urbanas”. En ella la ciudad como obra cede su lugar a la ciudad chatarra,  homenaje y consagración de la fealdad y lo ridículo. Una obra que representa una afrenta al sentido de la belleza de la que son merecedores los ciudadanos, y una pedagogía pública de lo monumental y monstruoso. Es una obra sin imaginación y sentido de ciudad, pensada y diseñada con mentes y manos de esclavos, estructuras parchadas y remendadas, junturas superpuestas para corregir errores, sin la mínima idea de los acabados, salidas a las laterales diseñadas para facilitar la muerte y el suicidio, una obra que está ya sucia, deteriorada y envejecida aún antes de su conclusión.
No obstante, no es de buen gusto, no es oportuno en estos tiempos de delincuencia gubernamental y privada rampante, ante esta ausencia de sentido de lo histórico y de lo trascendente de los encargados del hacer ciudad, cuando la corrupción, la impunidad, el dinero rápido y la arrogancia de lo banal son ya la norma, cuando se reprime el derecho a la ciudad ante el temor de perder hasta lo que es precario, la única demanda válida es por la sobrevivencia. (*Reforma, 22/03/2013) www.joseluislezama.com<http://www.joseluislezama.com>
 

 

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