MÍMESIS/ La decepción del mundo como supermercado

Lunes, 15 de Diciembre de 2014 14:33 Editor
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 Pablo del Ángel Vidal

La desgracia y la felicidad del mundo en una frase: “Si es técnicamente posible, la técnica lo hará”. 
La continuación de la frase (y de ahí la desgracia del mundo): “La técnica lo hará. Sí, pero, ¿a qué precio?”, porque las consecuencias son parte integral de la ambivalente danza técnica para transformar el mundo.   Para muchos, el mundo definido por la técnica es un ideal de progreso desde
el nacimiento de la llamada edad moderna, con la ilustración europea que se plantó –alejándose de la metafísica- en los derechos humanos, el individualismo y el yo. Para otros, el mundo acelerado de la técnica sin definiciones éticas, representa un grave riesgo para la viabilidad ecológica del planeta y la vida humana. 
Gilles Lipovetsky habla de la sociedad de la decepción, para referir un estado de cosas en el que la técnica produce masivamente todo tipo de satisfactores, con el resultado paradójico de un hombre insatisfecho a todas luces. Escribe Lipovetsky: “El hedonismo ha perdido su estilo triunfal: de un clima progresista hemos pasado a una atmósfera de ansiedad. Se tenía la sensación de que la existencia se aligeraba; ahora todo vuelve a crisparse o endurecerse”. El dictamen de Lipovetsky es lapidario: el hombre moderno (o, para ser más preciso, la sociedad moderna occidental) lo apostó todo al placer y se topó con el vacío, por exceso de satisfactores materiales. Una hipótesis: el placer (cualquiera que sea) no elimina la interrogación sobre el sentido de la vida. Por ello el hombre moderno sigue ansioso a pesar del amplio menú cultural, con la acumulación prodigiosa pero insensata de objetos, gadgets, gustos y modas. El  materialismo no calma la sed espiritual. De ahí, la paradoja de un placer que deja ansiosos a los individuos. 
Michel Houellebecq habla del mundo como supermercado, para visualizar el paradigma soft (suave) de lo social que se impone en la globalización, a costa de simplificar y uniformar deseos, conductas y objetos. Escribe Houellebecq sobre la (escalofriante) lógica social que subyace al mundo como supermercado: “Teniendo en cuenta el sistema socioeconómico actual, teniendo en cuenta, sobre todo, nuestros presupuestos filosóficos, es evidente que el ser humano se precipita a corto plazo y en condiciones terribles hacia una catástrofe. De hecho, ya la tenemos encima. Las consecuencias lógicas del individualismo son el crimen y la desdicha”. Así, o más claro. 
La técnica en el mundo (vale la pena repetirlo) es un medio, no un fin. Por ello, la evaluación del impacto de la técnica debe hacerse no sólo con parámetros técnicos, sino con parámetros éticos. Este divorcio entre la técnica y la ética ha sido decisivo para producir el sombrío rostro de las sociedades modernas, al borde de la ansiedad y el desastre. El científico que hace aplicaciones tecnológicas de su conocimiento, no medita a fondo sobre cuestiones éticas, ni siguiera los gobiernos y corporaciones privadas que pagan sus investigaciones. Entonces, ¿qué sucede?, que la técnica humana avanza a ciegas, mientras la ética se rezaga y apenas es un fantasma discursivo que se menciona (cuando se menciona) para justificar los desaguisados de la técnica.        
Lipovetsky, tejiendo el marco de la decepción social, enfatiza: “Cuando se promete la felicidad a todos y se anuncian placeres en cada esquina, la vida cotidiana es una dura prueba. Más aún cuando la calidad de vida en todos sus ámbitos (pareja, sexualidad, alimentación, hábitat, entorno, ocio, etc.) es hoy el nuevo horizonte de espera de los individuos. ¿Cómo escapar a la escalada de la decepción en el momento del ‘cero defectos’ generalizado? Cuanto más aumentan las exigencias de mayor bienestar y una vida mejor, más se ensanchan las arterias de la frustración”. 
Por su parte, Houellebecq indica la negra dirección del supermarket way of life: “Actualmente, nos movemos en un sistema de dos dimensiones: la atracción erótica y el dinero. (…) Vamos hacia el desastre, guiados por una imagen falsa del mundo”.  En este sentido, es bienvenida cualquier reflexión que escudriñe las apariencias del mundo (y su fatal realidad, porque las apariencias se viven como una realidad). La técnica ha producido objetos y placeres para todos, pero basada en una dimensión simplista de la naturaleza humana. De ahí la decepción y la ansiedad. Por ello, parece indispensable en el siglo XXI un discurso que trate de acercar el ser y el parecer de las cosas. Eso, en las organizaciones y empresas, se llama congruencia. Entre los individuos, eso se llama ética en acción.   
Dicho todo lo anterior, quiero finalizar este texto con un tono menos apocalíptico, que dé pie a la esperanza. Esto no es fácil, porque los hechos hablan en contra del mundo y su funcionamiento actual, con la técnica entronizada como productora de placeres efímeros y la ética enclavada en una región metafísica que sólo sirve de certificación esporádica para el materialismo galopante. Después de todo, el propio Lipovestky advierte: “Yo me he negado siempre a la denuncia apocalíptica. Es demasiado fácil. Lo que sean las sociedades democráticas actuales no justifica, desde mi punto de vista, la demonización de que son objeto. Yo quiero teorizar una realidad plural, pluridimensional (…) Nuestro universo social nos da derecho a ser a la vez optimistas y pesimistas. No hay contradicción: todo depende de la esfera de la realidad de que se hable”. Bajo esta perspectiva, me gusta pensar que el lado espiritual del hombre seguirá hablando, aunque el sistema imperante lo quiera maniatar. ¿Cómo habla esa espiritualidad? Tangencialmente, a través de obras artísticas, periodísticas y filosóficas cuya sensibilidad es lo contrario de lo que el supermercado quiere (simplicidad, uniformidad). De forma directa, el lado espiritual del hombre habla cuando cualquier persona se pregunta por su ser en el mundo y su propósito, agradeciendo primero el milagro de existir para luego buscar una respuesta personal, quizás intransferible en su construcción pero con alto grado de empatía para con los demás (y por ello, una respuesta que se puede compartir con otros, sin imponerla por la fuerza). Lo dijo alguna vez el crítico literario George Steiner: “Debemos a nuestro anfitrión la cortesía de la pregunta”. Tengo claro que el anfitrión del mundo no es el hombre. Nosotros somos huéspedes, con todo y banana darwiniana. De ese modo, quizás la decepción y la ansiedad no tengan mucho espacio en nuestras vidas, pese a los gritos incesantes del mundo como supermercado.