MÍMESIS /Bob Dylan no es él

Jueves, 13 de Octubre de 2016 23:20 Editor
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 Tocando a las puertas del Nobel

 
Pablo del Ángel Vidal
 
Bob Dylan, el compositor más influyente del Rock y con 75 años a cuestas, ha ganado el Premio Nobel de Literatura 2016. Quizás Dylan, como no es él, cantará el inicio sin patria de Tocando a las puertas del cielo: “Mamá, quítame esa  medalla   del pecho. No  puedo   usarla   nunca más”. Es  una sorpresa   la medalla del Nobel para Dylan, por los criterios regularmente ortodoxos de la academia   sueca.   Señal   de   que   “los   tiempos   están   cambiando”. 
Al   mismo tiempo,  es   noticia   que   refresca   la   cultura   contemporánea,   dividida   entre elitismos  snobs (moda,   exhibicionismo) y entretenimientos   varios  (diversión chata, sin profundidad). El poeta Dylan ha escapado de ambas aceras, que son condicionantes mercantiles, como verdadero artista. Luego de mencionarse por años a Dylan entre los favoritos, la academia sueca finalmente reconoció un hecho incontestable desde mediados del siglo XX: la música comparte piso expresivo con la literatura. 
Dylan encarna en sus letras un desafío permanente a la interpretación despreciativa de la cultura de masas. Ha robado a los ladrones: hizo de la cultura de masas un territorio de reflexión, como otros (pocos) grandes artistas. A continuación, un mínimo retrato irónico del artista laureado, que hasta el momento no ha concedido entrevistas.
 
PICASSO EN LA MÚSICA POP 
La voz nasal más singular del Rock sólo tiene equivalentes freaks en el deporte y el arte. Una vez le preguntaron a quién admiraba, y Dylan contestó: “a un mecánico que se encarga de revisar mi auto. Él sabe hacer las cosas”. En otra ocasión, en plena era del rock folk sesentero y contestatario, un periodista le preguntó a Dylan cuántos cantantes de protesta había en USA, y él sin titubear respondió: “Ciento cuarenta y seis”. Tomarse en serio le aburrió desde joven.
Con su arte musical cubista, de corte picassiano, Bob no es él: no permanece en el mismo lugar. La paradoja es su alimento: estar y no estar. Dylan ha mejorado a Shakespeare, con dilemas de  Clown para  enfrentar la tragedia contemporánea del éxito. Por esa razón, cualquier crítica que se haga en torno a su obra llega a destiempo. Cuando el crítico tiende su red interpretativa, Dylan ya migró y al mismo tiempo permaneció. Menudo problema: casi como investigar la falsificación de un incunable. Pero, si hablamos del mito Dylan, no se trata de una trascendencia artística cuyo nombre es vanidad.   Robert Zimmerman (su verdadero nombre) ha cometido suficientes errores y los ha reconocido a lo largo de su vida, como para invocar una fama inmaculada al estilo de Andy Warhol, James Dean o Michael Jackson, quienes no reconocerían un error ni por error. Mister Dylan se acopla con exactitud a la frase de su canción Mr Tambourine Man (señor del pandero): “estoy listo para desvanecerme en mi propio desfile”. Al mismo tiempo, Dylan es alguien que puede decir  con   todas  sus   letras:   “para  vivir  fuera  de   la   ley,  hay   que   ser honesto”.
COMPARACIONES DESHONESTAS DEL POETA 
Exploremos comparaciones deportivas: Dylan es como el pitcher Gaylord Perry, nada atlético, que tenía como especialidad la bola ensalivada (tabaco, vaselina y loción como variantes engañadoras) cuando jugaba para los Indios   de Cleveland y los Bravos de Atlanta en los años 70s y 80s. Perry, a quien nunca se le comprobó el engaño salivador, es  miembro del Salón de la   Fama beisbolero; Dylan es como el esquinero Lester Hayes, de los malosos Raiders (70s y 80s), quien se embadurnaba de pegamento brazos y cuello, obligando a la NFL a prohibir sustancias adherida al cuerpo. El químico Hayes también es miembro del salón de la fama de su deporte; Dylan es como el temible reboteador Dennis Rodman, de los Pistons de Detroit y los Toros de Chicago (80s y 90s), quien por su heterodoxo estilo de juego y de vida acaparó titulares. No sé si Rodman llegará a ser miembro del salón de la fama del basquet, pero dio de qué hablar en cantidades industriales. Así es Dylan: polémica cultural que descree de las reglas y al mismo tiempo institucionaliza nuevas formas de ser, para luego desaparecer sin dejar rastro. Por eso era ‘Nadie’, misterioso narrador del Oeste, en la cinta Billy the Kid (1971).  
   
 COMPARACIONES ARTÍSTICAS DESLAVADAS
 
Exploremos   comparaciones   artísticas:   desde   luego,   Dylan   es   como   Pablo Picasso, que envejeció como un viejo muy joven, imponiendo estilos y rutas estéticas en la pintura; Dylan es como Louis Ferdinand Céline, quien audazmente decía de Thomas Mann y sus ladrillos novelescos: “Este tipo cree que el aburrimiento es un  arte”.   
Lo mismo pudo decir Bob Dylan de The Monkies o la Familia Patridge, aunque (más importante) lo dijo a propósito de las soporíferas tendencias del rock electrónico, que han sustituido sensibilidad por tecnología; Dylan es como el cineasta Tim Burton, quien puede crear desde la exageración una película de entonado registro dramático; Dylan es como el grabadista belga   Mauricius Cornelius Erscher, quien hizo de los laberintos visuales su   felicidad estética; Dylan es como el Aristófanes griego, genial comediante de la vida ateniense, quien sólo tomaba en serio su humor; Dylan es como el español Andrés Segovia, el mejor guitarrista de música clásica del siglo XX, quien tocó un concierto con una cuerda menos. Cuando se le rompió la cuerda, Segovia sacó un pañuelo, se limpió el sudor de la frente y siguió. Así es  Dylan: sorpresa ubicua en  el corazón  de la  cultura  de masas, que   sin embargo tiene por norma la  obviedad.   
Dylan  se pasea con soltura por la cornisa de la tradición, para saltar a la azotea del experimentalismo. Dylan como bromista cultural es un pleonasmo, una cifra absurda multiplicada al cuadrado. No fue al mítico festival de Woodstock en 1969 y llegó a Live Aiden 1985 sólo para cantar Blowin in the   wind en un trío espantosamente memorable, con Keith Richards y Rod Wood de los Stones, además de señalar que los granjeros de USA también necesitaban ayuda, no sólo niños famélicos de África. The Jokerman (hombre bromista) nunca está en el sitio políticamente correcto del cuadrante cultural. Esa es su fortaleza y su característica de mito. Por eso la película más interesante que trata sobre él (Ain’t me, “no soy yo”), tiene como protagonistas a varios Dylan, incluyendo un Dylan negro y otro protagonizado de forma impecable por la actriz Kate Blanchet.  
El bromista Dylan saluda con sombrero propio, tanto en una marcha de Martin Luther King como en una transmisión en vivo desde Australia  para  el  Óscar;  arma  un concierto Unplugged en el energético MTV, lo mismo que un concierto eléctrico en el clásico festival Folk De Newport. Dylan no contesta las preguntas de cada época: desvía la mirada, irónicamente. Por eso uno de sus fans le gritó ¡Judas! en la transición dylaniana del Folk al rock en los años   sesentas.
Dylan respondió con un ¡Layer! (mentiroso) y palabras altisonantes para sus músicos, invitándolos a tocar más fuerte. Quizás en 2016, Dylan sería más irónico para responder al calificativo de Judas. De cualquier modo, con o sin sus bromas, con el Nobel por sus letras, Dylan, con sus gastados 75 años musicales de reflexión y gozo, seguirá siendo un sensible jeroglífico de la   cultura contemporánea.