Mimesis/Cómo educarse y no morir en el intento

Miércoles, 28 de Febrero de 2018 23:24 Editor
Imprimir

 Pablo del Ángel Vidal

 
Comenzaré diciendo que 'educarse' no es lo mismo que 'certificarse'. La formación de un ser humano, muchas veces, no corre en el mismo carril que los diplomas. Esto lo digo sin alegría, porque todo diploma debería avalar una habilidad precisa y visible. 
De la misma manera, 'saber' no es lo mismo que 'conocer'.  La noción de 'saber' va en el sentido de adquirir sabiduría en la toma de decisiones para la vida, mientras que 'conocer' es una noción paralela a 'informarse', pues apenas resulta un punto de partida para luego profundizar en la complejidad del mundo.
De estas cruciales diferencias trata mi texto.   
   
En el libro Lecciones de los maestros (2004), George Steiner plantea dos interrogantes fundamentales sobre la educación: “¿Qué es lo que confiere a un hombre o a una mujer el poder para enseñar a otro ser humano? ¿Dónde está la fuente de su autoridad?”. He ahí el meollo del asunto: desde dónde y cómo se construye la legitimidad de quien enseña algo a otro.       
Steiner ha sido maestro de literatura comparada por más de medio siglo en cuatro continentes y numerosos países, así que sabe muy bien de lo que habla. Declara tener más inseguridades que certezas en lo que toca a “las maravillas de la transmisión”. Comparto esa visión, luego de ejercer por  casi dos décadas la gestión y enseñanza universitaria. Sé que no hay modelos definitivos ni recetas infalibles. El misterio campea a cada paso, y lo que funciona para un grupo de alumnos (como estrategia o actividad) puede resultar nocivo para otros grupos. 
Precisamente, según Steiner, la enseñanza encierra un “misterio inherente”. Tengo para mí que se necesita humildad y una significativa acumulación de sabiduría a lo largo de una vida para llegar a plantear lo que Steiner dice desde el cubículo académico. No le han nublado el juicio las metodologías aplicadas a rajatabla.  
La autoridad de un maestro no surge del cargo que ocupa y el poder académico que ostenta (aunque por algo está ahí), ni de los diplomas que sustentan su trayectoria académica (aunque certifican socialmente una competencia). Creo que la legitimidad de un maestro se juega en los argumentos que plantea día a día en las aulas, lo mismo que en el tipo de destrezas que logra desarrollar por la vía del cuestionamiento constructivo y el intercambio de ideas con sus estudiantes, como facilitador y no como mandarín. La legitimidad de la enseñanza es dialógica: depende de las réplicas y las indagaciones creativas, no de una visión autoritaria o impositiva (‘porque es así, porque lo digo yo’).  El saber no depende del poder.
Con un gis, Emile-Auguste Chartier, quien firmaba ‘Alain’, reconocido como el  maestro plus de los liceos franceses en el siglo XX, escribió en el pizarrón: “La ley más hermosa de nuestra especie es que lo que no se admira se olvida”. La legitimidad del argumento admirable. Esa es la aspiración de todo maestro.     
Cuenta Ernst Gombrich –en su libro Breve historia del mundo- que Alejandro Magno, ese joven rey guerrero que a los 20 años de edad dominaba el territorio civilizado de Europa y parte de Asia, visitó la ciudad de Corinto y fue agasajado por los príncipes griegos, quienes le colmaron de elogios. “Sólo uno no lo hizo: un tipo raro y extravagante, un filósofo llamado Diógenes. Diógenes decía que lo que uno posee sirve sólo para obstaculizar la reflexión y el bienestar sencillo. Diógenes, por tanto, lo había dado todo y se había aposentado, casi completamente desnudo, en un tonel en la plaza del mercado de Corinto. Allí vivía, tan libre e independiente como un perro sin dueño. Alejandro quiso conocer también a aquel bicho raro y fue a visitarlo. Se presentó con una armadura suntuosa y un casco con un penacho agitado por el viento y dijo: ‘Me gustas; pídeme lo que quieras y te lo concederé’. Diógenes, que estaba confortablemente tumbado al sol, le respondió: ‘Pues mira, Rey, tengo un deseo’.  ‘Bien, ¿de qué se trata?’ ‘Me estás haciendo sombra; por favor, retírate del sol’. (…) Según cuentan, después Alejandro dijo: ‘Si no fuera Alejandro, querría ser Diógenes’. La actitud de Diógenes encarna una moraleja de alto vuelo ético: enfrentado a los cantos del poder, el saber no tiene que caer en ese juego. De nuevo: cualquier autoridad del maestro proviene no de ejercer un poder, sino de ejercer un saber.
Termino con una parábola oriental, que ejemplifica una idea clave en educación: “educar es educarse” (Hans George Gadamer). 
“Un niño duerme junto a sus padres. Sueña que lo golpean o que cae gravemente enfermo. Sea cual fuere la angustia del niño, sus padres no pueden ir a salvarlo, pues nadie puede entrar en los sueños de otro. Pero si el niño se despierta él solo, se librará al instante de su sufrimiento”. Sobran interpretaciones frente a ésta: el saber se gesta de manera exquisitamente individual.