Mímesis: Fitzgerald, Hermosos y malditos

Jueves, 26 de Diciembre de 2019 00:40 Editor
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 *Decadencia y adornos de la pasión, vencedores vencidos 

Pablo del Ángel Vidal         
En 1922, el estadounidense Francis Scott Fitzgerald publicó la novela Hermosos y Malditos, cuyo tema central se rastrea en estas líneas: “Nunca es realmente la pasión quien hace las cosas: son los adornos de la pasión. Me aburría: eso era todo.” Anthony Patch, protagonista, vive inmerso en la decadencia de los años 20s, entre el escándalo moral y el hastío existencial. Apetitos sensuales entre brumas de soledad. Otra frase de la novela ofrece una pista significativa de lo escenificado: “El vencedor pertenece a los vencidos”.
Se ha etiquetado como ‘decadente’ a la literatura norteamericana de “la generación perdida,” que incluyó a Fitzgerald, Ernest Hemingway, John Dos Passos, Tobías Wolfe, William Faulkner, Flann O´Connery, Edith Warthon, Christopher Isherwood, entre otros gigantes de la novela y el cuento. Puede entenderse el adjetivo ‘decadente’ como vida llevada al límite, sin freno de mano, libertad selvática en urbes crecientes. Elitismo del vicio, democracia del exhibicionismo y añoranza de la virtud. Por otra parte, ‘decadente’ pudo ser gancho comercial para interesar al público lector en el fenómeno literario de una generación, tal como en los años 60s y 70s del siglo XX se habló en América Latina del “boom del realismo mágico”. De cualquier manera, algo especial tuvo la generación perdida, pues Jorge Luis Borges planteó que el Premio Nobel era “más fácil de ganar, por simple rotación geográfica”, mientras que “para obtener un premio literario en Estados Unidos hay que vencer a varios maestros, lo que no ocurre en cada literatura nacional.”         
“Evidentemente, toda vida es un proceso de demolición”. Esta frase de Fitzgerald refleja el espíritu decadente de Hermosos y Malditos. Antonhy Patch ama a Gloria Gilbert y por ella padece momentos de ignominia que derretirán su espíritu. De cualquier modo, desde el fondo de miseria material y emocional, el protagonista emergerá para darnos su versión de la condición humana: 
“-En cualquier caso, de la vida sólo se puede aprender una lección.
-¿Cuál es? 
-Que la vida no enseña ninguna lección”.  
Estética de la desilusión, acorde con la ironía, que “es el Espíritu Santo de los últimos tiempos”. Sin embargo, la decadencia de valores no borra totalmente el matiz humano de dignidad: “Anthony Patch era un hombre consciente de que no puede haber honor, pero sin dejar por ello de ser honorable”. 
En la genealogía de un carácter, acudimos a la muerte temprana de los padres de Antonhy, lo que constituye el núcleo de la melancolía que lo acompaña hasta el final de sus días. Esto se complementa, en el arranque de la trama, con la muerte de su abuela, que transluce ecos de un machismo recalcitrante que aquí se muestra con puntual laconismo y desapego (lección de estilo en el arte de contar sin abrumar): “Su abuela se había ido esfumando de forma casi imperceptible, hasta que, por primera vez en su vida de casada, disfrutó durante un día de indudable preeminencia en su propio salón”. 
Por la época de Fitzgerald, un libro de sociología era muy famoso: Teoría de la clase ociosa, de Thorstein Veblen. La novela, con el dandismo como fase superior del narcisismo, parece un ejercicio paralelo a la descripción cultural de Veblen. La distancia y la mirada, por ejemplo, son hacedores de mitos románticos, donde las apariencias le ganan la partida a la realidad: “No es que Dick vea más que otras personas. Simplemente, es capaz de poner por escrito una mayor proporción de lo que ve”. ¿Ejercicio de objetividad extrema? No: dandismo al servicio de las cosas. No es casualidad que el propio Dick, personaje secundario, diga de sí mismo: “En cuanto a mí, seguiré resplandeciendo como una brillante figura sin sentido en un mundo ininteligible”. No se trata de comprender: se trata de ostentar y vivir el lujo con la naturalidad de un destino merecido.
Pero la obra de arte literaria no es sencilla, aunque lo parezca. Hay una metafísica en el corazón mismo de la materialidad. Fitzgerald brinda una clave enterrada como tesoro de sensibilidad: la desesperación de quien no tiene sueños, sino deseos ya realizados y un futuro por absorber. Lo material/acumulable enmascara una necesidad voraz de espiritualidad. La clave del personaje, que se llega a insinuar a lo largo de sus peripecias es: ¿Cómo compaginar lo material y lo espiritual?, ¿cómo decirle a la inteligencia humana que, en sí misma, no es suficiente para darle sentido a los lujos modernos y la riqueza ostensible? La novela plantea sinnúmero de multiplicidades vacías: “Cualquier chica que se ganaba la vida sin otro recurso que su belleza le interesaba enormemente”; “Richard tiene un alma muy antigua”; “aprendió a beber como podía haber aprendido el griego”; “una criatura muy peculiar: su absoluta estupidez me tiene fascinado”; “estaban enamorados de las generalidades”; “a mí sólo me conmueve mi falta de emoción”; “había algo en esa chiquilla y en su absurdo bronceado que era eternamente viejo, igual que yo”; “detesto a los reformadores, sobre todo a los que tratan de reformarme a mí”; “una caza fantasmal tras la sombra de sus propios sueños”. Ésta es novela del hastío: hastío de una cultura que en el consumo encontró su credo; hastío de la inteligencia frente al mundo vacío de sentido; hastío por impotencia para dar cabida a sentimientos frescos, no escenificables. Incluso como teatro, la vida duele. Anthony Patch, desde la montaña rusa de su vida a la caza de riquezas, ansía “perfumes de muchas flores asesinadas pero todavía vivas”.
La decadencia de la generación perdida, en Hermosos y Malditos, no parece  cliché literario: es clave de identidad narrativa para la comprensión de las acciones de los personajes. “Y se preguntó por qué invariablemente todo el mundo quería imitar a las personas inimitables.” “Nunca se quiere a las personas que hacen cosas por ti”. Esta decadencia apunta al cinismo, donde “la fuerza del fingimiento creaba la realidad”. Gloria y Anthony son máscaras. Una pareja que, en la realización de su deseo, desvirtúa su amor. Llegan a casarse y persisten en caminos solitarios: “Nunca más podría aburrir y avasallar a un alma humana de manera tan satisfactoria”.
En el frenesí del esnobismo, el rico abuelo de Anthony, el septuagenario Adam, lo deshereda cuando llega de sorpresa a su casa, donde se lleva a cabo una fiesta de excesos. La escena es de antología por el choque generacional y el contraste entre seriedad (Adam) y exhibicionismo (amigos de Anthony). Desheredado, el protagonista se niega a trabajar. Prefiere derrumbarse antes que eso. La gana de no trabajar encierra deterioro moral. En este descenso de Anthony, los personajes quedan aprisionados por el oropel que hizo girar sus vidas en la juventud dorada. La sensación predominante, en mi lectura, es que no queda nada por hacer, nada con qué girar la historia hacia arriba, nada que permita luchar de igual a igual contra el ocio hueco y la vanidad lastimada. En este sentido, Fitzgerald como autor literario es harto reaccionario.
“Todo acaba manchándose siempre”. He ahí otra fórmula literaria de la decadencia. Anthony, hacia el final de la novela, pelea angustiado por un préstamo de 10 dólares. El problema no eran sólo los dólares, sino que el prestamista fue pretendiente de su mujer. Anthony, que se niega a trabajar, todo lo apuesta al pleito legal para recuperar la herencia de su abuelo. Es su única esperanza. Negra esperanza, sin metamorfosis de valores. Cuando recobra el dinero de su herencia, recobra el cinismo. Fitzgerald realiza la descripción de una clase social que se define por las posesiones; clase ociosa que en la ostentación lleva la esterilidad espiritual. Anthony ganó el juicio, pero tiene perdida, para toda la vida, la lucidez. El vencedor pertenece a los vencidos.