Mímesis/A 100 años del Ulises de James Joyce (I)

Lunes, 27 de Junio de 2022 22:53 Editor
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 Extrañeza del ciudadano hecho lenguaje                                 

Pablo del Ángel Vidal
I
Reincidencias del lector con insomnio  
Al terminar de escribir su novela Ulises, el irlandés James Joyce afirmó: “mantendré ocupados a los críticos por trescientos años”. No iba de farol. Ya van 100 años y en esa obra se han roto la cabeza multitud de intérpretes. La editorial Shakespeare and Company, de Silvia Beach, publicó Ulises en 1922. Es una de las cumbres de la literatura universal.   
La lista de cráneos rotos es ilustre: el inglés Richard Ellmann, autor de la mejor biografía literaria del siglo XX (así nada más: James Joyce); el argentino Jorge Luis Borges (Conferencias sobre Joyce); el italiano Umberto Eco (Las poéticas de Joyce); el norteamericano Edmund Wilson (Travesía de James Joyce); el inglés Harry Levin (Introducción a James Joyce); el enfant terrible made in USA, Harold Bloom (El agón –combate- de Joyce con Shakespeare); el  francés/estadounidense George Steiner (El dichter –poeta- del lenguaje), entre otros faros de la cultura literaria. 
Y se trata, apenas, de la punta del iceberg. 
La bibliografía crítica sobre James Joyce y su novela Ulises acumula la mayor cantidad de tesis de licenciatura y posgrados en Estados Unidos y Europa. Hay investigaciones que abordan, por ejemplo, cuánto dinero se intercambia en la novela (cuestión superficial, aunque nunca se sabe con Joyce), cuántos chistes aparecen sobre el imperio británico y la veleidosa Inglaterra (cuestión nacionalista, de importancia sociológico/histórica), cuántos estilos literarios utilizó Joyce (cuestión poética central: cada capítulo incluye cambios de forma) o cuántos neologismos acuñó (cuestión literaria de importancia evidente).     
Con ese panorama, imagine mi triste caso, comprensivo lector.
Mi única justificación es la deuda de afecto hacia esta novela que leí por primera vez a los 19 años de edad, sin entender casi nada. Revisaba un diccionario Larousse a la mínima duda. Me crucé de nuevo con Ulises a los 30 años de edad y advertí la complejidad y riqueza de la mejor novela del siglo XX en varios rankings literarios de prestigio. A los 45 años de edad volví a mi ejemplar (editorial Bruguera 1983, traducción espléndida de José María Valverde) para una tercera lectura, más reposada e informada; finalmente, entre marzo y mayo de 2022, a mis 58 años de edad, visité por cuarta vez el 16 de junio de 1904, día en que transcurre la trama de Ulises en las calles y lugares de Dublín, Irlanda. Un profesor español, el sevillano Francisco García Tortosa, al dictar un seminario sobre el Ulises de Joyce, sostuvo que “para disfrutar la novela a plenitud hay que leerla entre 5 y 8 veces”. Lo dice en serio. Son más de 800 páginas de letra apretada en dos pesados tomos. En el Kindle (lector de libros) se lee con mejor ritmo y desde luego pesa menos. 
Una advertencia entonces: Ulises no es lectura fácil. Laberinto que necesita su hilo de Ariadna, la lectura de un clásico que desafía el lenguaje requiere paciencia. 
Y la alegría del lector llega.   
               
II
Extrañeza, imaginación y memoria 
Hay obras de arte que rasgan las entrañas del mundo. Se caracterizan por la extrañeza, definida como “la capacidad para hacernos sentir en casa al visitar lugares remotos, y hacernos sentir en lugares remotos justo en la sala de nuestra casa” (Harold Bloom). Extrañeza como belleza inasible y, sin embargo, presente. Escribió Octavio Paz en su poema Piedra de Sol (1957): “Un árbol bien plantado, mas danzante”. Esta idea/sensación –visualmente increíble- resulta exacta para transmitir la función del arte como cultivador selecto de extrañeza. 
Al buscar la extrañeza como belleza, la pintura tiene la ventaja de formas y colores en esplendor visual que semeja realidad transfigurada; la música tiene el impacto acústico como garantía viajera a sitios que jamás existirán y que incluso así –como irrealidades- pesan en nuestra sensibilidad; el teatro es la representación por excelencia de la existencia humana y sus posibilidades; el cine es combinación luminosa de todo lo anterior: rayo sublime y multidimensional que dona energía con generosidad masiva. 
La literatura trabaja con palabras: seres diminutos y humildes que, enlazados, forjan presencias maravillosas en nuestro interior. La literatura utiliza materia prima mínima para un efecto de extrañeza máximo: imágenes únicas en cada lector, no repetibles ni uniformes. La literatura funciona con la soledad cognitiva de cada individuo y descree de los efectos masivos. Salta de sujeto a sujeto, goteante y lenta, sin posibilidad de crecimientos geométricos. “Ineluctable modalidad de lo visible”, escribió Joyce para caracterizar su fe en la literatura. En este sentido puede comprenderse una reflexión paradójica de Joyce, en carta a Lady Gregory (1902): “Parece que he sido expulsado de mi país por descreído, y sin embargo aún no he encontrado a nadie con una fe como la mía”. 
La literatura es manantial de imaginación y memoria. Joyce va más allá: afirma que “la imaginación es memoria”, puesto que ambas “entrañan facultades cognitivas similares y la capacidad de visualizar algo inaprensible”. El arte que permanece en el tiempo requiere memoria de intentos anteriores, puntos de partida para forjar continuidades y rupturas. Toda literatura, enseña George Steiner, es comparativa o implica una comparación. Sin memoria artística no hay comparación ni apertura de caminos. Hay que medirse con otros, si queremos encontrar nuestra voz. Originalidad es palabra que viene de una raíz latina que significa “comienzo”.       
III
Ciudadano de las palabras, respiración de las historias
El título Ulises fue toda una declaración de intenciones: epopeya moderna y trasladar un mito a través del tiempo. La referencia homérica es irónica: a los viajes que en mares míticos y turbulentos ocuparon a Odiseo/Ulises por 20 años, Joyce opone un día en la ciudad de Dublín con el modesto agente publicitario, Leopold Bloom, acompañado de peripecias menos espectaculares, aunque igual de tormentosas para la conciencia humana. 
El Ulises/Odiseo de Homero vislumbra al primer ciudadano, antes guerrero estratégico, esposo astuto de Penélope y señor de Ítaca, la isla donde muchos traman cómo usurpar; el Ulises de Joyce muestra al ciudadano hecho lenguaje, preñado de culturas dispares, esposo resignado de la adúltera Molly y forastero en su tierra, Dublín, ciudad pesadilla donde todos quieren mordiscos de placer y obtienen migajas de aburrimiento. 
Un pedazo de esta novela pertenece a Stephen Dedalus, que en el apellido lleva un laberinto. Stephen es el poeta presentado por Joyce en la novela Retrato del artista adolescente (1916), con las armas del “silencio, exilio y astucia”, para “forjar la conciencia increada de mi raza”. En Ulises aparece como joven maestro de historia, hijo resentido, bohemio descreído y estudioso lúdico de William Shakespeare. Sus frases cortas son lapidarias: “La paternidad es una ficción legal”; “arte irlandés: el espejo rajado de una sirvienta”; “la historia es una pesadilla de la que quiero despertar”; “usted muere por su patria, supongo; pero yo digo: que mi patria muera por mí”.           
Jorge Luis Borges definió el Ulises como “una obra difícil, que no provoca alegría en el lector”. Se comprende el reproche del Borges cristalino al Joyce Proteo, vagabundo de las formas. Aquí he afirmado que la alegría llega, aunque cada lector es único. Mi argumento tiene que ver con la negativa de Umberto Eco cuando sus editores le pidieron acortar en 100 páginas su primera novela, El Nombre de la rosa (1983). “Si el lector quiere entrar en la abadía y vivir ahí siete días, tiene que aceptar su ritmo”, planteó Eco. También dejó otra idea preciosa: “hay novelas que respiran como ballenas y novelas que respiran como gacelas”. Cuestión de longitud de la respiración. Comprender el ritmo de las historias, para no fallar como lector. 
Ahora bien, imaginemos la lectura de Ulises como una excursión por la montaña. Caminantes ansiosos desisten. Pero si se mantiene el paso constante, con las pausas adecuadas, se avanza y se llega a la cima. Cuestión de ritmo y experiencia. Una vez llegados a la cima, el horizonte se expande. 
Borges, uno de los mejores autores de historias cortas, no podía avalar la estética de largo aliento de Joyce. 
Felizmente, la literatura incluye a los dos.