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MÍMESIS/La espiritualidad en el siglo XXI

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 Pablo del Ángel Vidal

 
Los días de guardar que se aproximan en noviembre, permiten a muchos (además de festejos y tradiciones) pensar en su espiritualidad: sus afectos, su identidad, su sentido de la vida, sus alegrías. Hoy en día, pensar en términos espirituales resulta extraño. Las personas se interrogan con mucha facilidad sobre su materialidad.
La espiritualidad 'ha pasado de moda' y, si acaso, se manifiesta de una forma deslavada, como parte de un paquete de tradiciones heredado, pero no disfrutado y  comprendido a plenitud.  
Cuando hablo de espiritualidad, hablo de un sentido de trascendencia sobre el propósito del mundo. O el mundo tiene sentido y propósito a partir de un origen divino, o no lo tiene y estamos solos. En la antigüedad, esa pregunta suscitaba un gran respeto y obligaba a examinar los hechos y –por supuesto- los libros canónicos. Además, la pregunta sobre el sentido y propósito del mundo hacía surgir otras interrogaciones para explicar la naturaleza y sus leyes (otros dirían; sus tendencias). En la actualidad, no estoy seguro de que esas preguntas inquieten a muchas personas. Poco a poco, en el imaginario del mundo se vive el presente y se visualiza el futuro, sin traer a cuento el pasado. Parece que un duro principio de realidad se ha entronizado en el mundo: "comamos y bebamos, que mañana moriremos".  
 ¿En dónde se ha perdido nuestra espiritualidad?, ¿en el dinero, que debería ser un medio, pero que ha sido entronizado como un fin?, ¿en el sexo que, como práctica supuestamente liberadora, arrincona el acto de  amor?, ¿en el cinismo, que se permite todo y fustiga cualquier pudor?, ¿en la mentira, que  maquilla y ensombrece cualquier verdad? 
La espiritualidad, en los seres humanos, parece haber pasado a segundo término en diversas áreas de la vida social. Hoy día, comulgar con una creencia religiosa es respetable (tolerable), pero pocos piensan con seriedad que la persona que profesa una creencia pueda tener razón. Se aplica el pensamiento científico para juzgar la espiritualidad y entonces sucede lo que el novelista norteamericano Orson Scott Card ha denunciado con energía: "la ciencia, tratando de abatir dogmas, se convierte en el único dogma". Curioso: el discurso científico –con sus pretensiones de materialidad y comprobación de hechos- se convierte en una suerte de fundamentalismo ilustrado. Eso, creo, no le hace bien al pensamiento humano, que desde hace milenios habla, desea y vive por cosas que no podemos tocar, pesar y medir. Hay un corto circuito cuando, para juzgar la espiritualidad del ser humano, se utilizan parámetros de comprobación científica. 
"Si Dios no existe, todo está permitido", dijo el ruso Fedor Dostoyevsky. 
"¿Venimos de la eternidad de Dios o de la eternidad de la materia?", preguntó el italiano Umberto Eco.
"¿Por qué existe algo en lugar de nada?",  preguntó el alemán Leibniz.
Estas preguntas obligan a un examen cuidadoso de la vida y su propósito. Son espirituales y no materiales: traducen un drama cósmico, y no una preocupación meramente física por la existencia.
La espiritualidad en el siglo XXI se manifiesta a través de máscaras que seducen, y con ello se llama a confusión: apasionado interés por fenómenos paranormales, por objetos milagrosos, por platillos voladores, por filosofías humanas que creen resolver de una vez y para siempre la desigualdad del mundo, por fundamentalismos que llaman al terrorismo. 
En otro sentido, la espiritualidad se manifiesta a través de preocupaciones ecológicas y de derechos humanos que quieren la convivencia pacífica y viable en un mundo descongestionado de industrias. 
De cualquier modo, la espiritualidad del siglo XXI se aleja de una convicción seria en torno a la trascendencia del mundo. Hay aquí una diferencia fundamental, que acaso se ha tramado a lo largo de siglos que entronizaron lo material y la razón humana como explicación de todo lo creado, pero nosotros no hemos creado nuestro mundo ni el  universo: lo habitamos, y pensamos en el arquitecto de todo lo que vemos como una hipótesis plausible de todo lo existente. La espiritualidad del siglo XXI, extraviada por demasiados fenómenos de su interés, no puede eludir ese dilema. Ni las convicciones de honestidad y amor que de ahí pueden surgir en los llamados creyentes. 
El problema humano, así las cosas, es cómo reconciliarnos con nuestra espiritualidad perdida en la materialidad del mundo.          
 
 

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