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Home Cultura Lito/eral Mimesis/Milan Kundera: el arte como un soplo olvidado (I)

Mimesis/Milan Kundera: el arte como un soplo olvidado (I)

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 Pablo del Ángel Vidal

 
Debo a un soplo de Raciel Martínez mi encuentro con el hermoso libro de ensayos Un Encuentro, de Milan Kundera (2009, Marginales Tusquets, reimpresión 2017). Se trata de la cuarta entrega kunderiana que prolonga una labor de disección  estética (novelística, musical, pictórica) llevada a cabo con sutileza en El arte de la novela (1986), Los testamentos traicionados (1995) y El Telón (2005).
Sin estridencias, Kundera tiene un mensaje nostálgico que se aleja de la cultura de masas, ensimismada en la combinación insensata de criterios artísticos: así como la mayoría de las personas ya no mira la luna, ni disfruta con los paisajes, del mismo modo la degustación del arte se pierde en el mundo. El arte (en su cuadrante europeo) ha entrado en una fase de olvido. El arte está en otra parte ya, plantea Kundera, desde la espléndida sabiduría de sus –ahora- 79 años de edad. Pero lo hace sin desencanto sentimental. Nada más alejado de Kundera que la expresión lírica de los sentimientos. Él, como novelista que es, constata un hecho (central) de la cultura contemporánea y lanza sus sondas críticas. 
Y que entienda quien así lo quiera. 
La tesis de Kundera, por supuesto, es debatible: quizás están cambiando los parámetros para juzgar lo que conocemos en Occidente como ‘arte’, y debemos realizar –aunque nos pese- los ajustes culturales pertinentes. También, puede ser que los repertorios tecnológicos de las nuevas generaciones no gusten a Kundera (peleado con el Rock y el Cine: “no es mi fiesta”, puntualiza) y de ahí se deriva su visión melancólica del arte que dice adiós con apenas un soplo. 
Sin embargo, con todo y las fatales reticencias de corte generacional, hay que poner la máxima atención cuando escribe uno de los mayores exponentes de la novela contemporánea y un ensayista que hace de la crítica una explicación cristalina de sus criterios estéticos.            
 
 
El corazón secreto de las cosas
 
Me tomará más de una entrega en Mímesis la reseña de este libro de  Kundera, así que tome aire el hipotético lector. 
El aspecto negativo de Un Encuentro, con relación a las obras ensayísticas anteriores de Kundera, me parece el carácter fragmentario y breve de su argumentación. Me explico: hay ensayos bellos y sugerentes, pero tan breves que apenas se les toma sabor y terminan. Ejemplo: tres páginas por texto en la parte II llamada Novelas, sondas existenciales (Dostoyevsky, Céline, Philip Roth, García Márquez, entre otros grandes novelistas, pares de Kundera, que merecían más). No quiero una novela del arte según Kundera, pero esta vez la dispersión temática creció (aunque su prosa magistral sigue intacta) y con ello Kundera pierde unidad y densidad en la composición del libro de ensayos, mientras que la brevedad de algunas partes le hace perder profundidad.   
Ahora bien, mi reproche puede venirse abajo por el siguiente factor a tomar en cuenta: Kundera nunca ha sido un pensador sistemático ni ampuloso. Los sistemas y las teorías le tienen sin cuidado. El es un practicante del arte novelístico que -como decía Borges- toma lo suyo donde lo encuentra: en una ópera, en un cuadro, en una novela. Sin dilaciones, sin paja. Kundera conoce el camino hacia el corazón secreto de las cosas.  
Así pues, don Milan no se anda por las ramas teóricas, ni es políticamente correcto. Si tiene que pisar callos, los pisa. Confiesa sus filias y fobias de una manera directa, sin rebuscamientos o diplomacias. Es decir: extrae del arte que le apasiona problemáticas estéticas que son, también, problemáticas existenciales. Y ojo: para Kundera la realidad no es lo mismo que la existencia. Esta es una distinción importante para comprender su visión ensayística. Don Quijote existe en los dos libros de Cervantes, aunque no sea real. La ficción artística, en ese sentido, no es una exploración de la realidad: es una exploración de la existencia.         
 
Citas con dolor de pies
A continuación, una tanda de tres citas kunderianas, para disfrute –espero- del lector. 
* Sobre el pintor Francis Bacon y su búsqueda del ‘yo’: “Claro, todos los retratos que jamás se han pintado quieren revelar el ‘yo’ del modelo. Pero Bacon vive en la época en la que el ‘yo’ empieza en todas partes a ser escurridizo. En efecto, nuestra experiencia más trivial nos enseña (sobre todo si la vida que se nos va quedando atrás se prolonga demasiado) que lamentablemente las caras se parecen todas (y la insensata avalancha demográfica no hace más que incrementar esa sensación), que dejan que se confundan, que sólo las diferencia algo diminuto, apenas perceptible, que, matemáticamente, sólo representa, en la disposición de las proporciones, unos pocos milímetros de diferencia. Añadamos a todo ello nuestra experiencia histórica, que nos ha inducido a comprender que los hombres actúan imitándose los unos a los otros, que sus actitudes son estadísticamente calculables, sus opiniones manipulables, y que, así las cosas, el hombre es menos un individuo (un sujeto) que un elemento de una masa”.              
* Sobre la risa sin humor: “Me encuentro ante la pantalla del televisor; la emisión que veo es ruidosa, hay animadores, actores, vedettes, escritores, cantantes, modelos, diputados, ministros, esposas de ministros y todos reaccionan con cualquier pretexto abriendo la boca de par en par emitiendo sonidos muy fuertes y haciendo gestos exagerados; dicho de otro modo, ríen. E imagino a Evgueni Pavlovich [personaje de Dostoyevsky] apareciendo de pronto entre ellos y viendo esa risa carente de todo motivo cómico; primero, se queda atónito, luego su perplejidad va diluyéndose y, por fin, debido a esa cómica ausencia de lo cómico, ‘suelta repentina y bruscamente una carcajada’. En ese instante, los que ríen y poco antes le habían mirado con desconfianza se sienten seguros y lo acogen con gran alboroto en su mundo de risa sin humor en el que estamos condenados a vivir”. 
* Sobre la ópera La zorra astuta (1923), de Janácek y la vida que se va: “El pasaje final de la ópera empieza por una escena aparentemente insignificante, pero que siempre me deja el corazón en un puño. El guardabosque y el maestro están solos en la posada. El tercer compañero, el cura, ya no está porque lo han trasladado a otro pueblo. La mujer del posadero, muy ocupada, no tiene ganas de hablar. También el maestro está taciturno: la mujer de la que está enamorado se casa aquel día. Muy pobre será la conversación: ¿adónde ha ido el posadero?, a la ciudad; ¿y cómo le va al cura?, ¡quién sabe!; y ¿por qué no ha aparecido el perro del guardabosque?, ya no le gusta caminar, le duelen las patas, está viejo, como nosotros, responde el guardabosque. No conozco otra escena de ópera con un diálogo más trivial; y no conozco escena alguna de una tristeza tan punzante y tan real”.
Si lectores jóvenes no entienden esta nostalgia -que también es un soplo olvidado- no se preocupen. Por ahora, quizás es mejor. Pero si viven lo suficiente, lo entenderán. Y también será mejor: su sensibilidad se expandirá. Es el impaciente deseo del arte, según Kundera: ir al corazón secreto de las cosas para ampliar nuestra sensibilidad y, con ello, nuestra conciencia.                    
 
 

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